Las bibliotecas de barrio no ofrecen muchos títulos, especialmente de ensayo (al menos, en la mía), pero el «asunto» tiene su parte positiva: la posibilidad de que te encuentres con alguna grata sorpresa, con una joyita en la que (casi con total seguridad) no hubieras reparado si la bibliotecaria dispusiera de una selección de títulos más amplia.
Y a mí, siempre que me pasa, que alguna vez ya me ha pasado, recuerdo el poder que tiene la magia; y, entonces, sonrío.
Sin ir más lejos, me pasó hace solo unas semanas, cuando un Mira a lo lejos me pareció un título demasiado sugerente como para obviarlo y me lo llevé a casa. Y sí, me ha parecido de lo más interesante (y de ahí a que hoy te lo esté comentando, claro).
El libro recopila 68 reflexiones cortas (de un total de 93) sobre la felicidad, todas ellas firmadas por Émile Chartier (siempre bajo el pseudónimo de ‘Alain’) y publicadas en la prensa francesa durante casi dos décadas (1906-1922).
De ellas, he escogido una, que es la que hoy la comparto contigo. Lleva por título Bajo la lluvia y se publicó el 4 de enero de 1907.
Y, bueno, si te animas a leerla, verás hasta qué punto los gurús de ahora no nos descubren nada nuevo que no se dijera hace ya más de un siglo (o incluso mucho antes, que Alain hace referencias a los filósofos clásicos en casi todos sus textos, en este también).
Bajo la lluvia
Existen bastantes problemas reales; eso no impide que Ia gente añada otros, por una especie de hábito de la imaginación.
Todos los días os encontraréis al menos con un hombre que se queja de su trabajo, y sus discursos os parecerán bastante sólidos, puesto que todo es cuestionable y nada es perfecto.
Tú, profesor, me dices que tienes que instruir a jóvenes brutos que no saben nada y que no se interesan por nada; tú, ingeniero, estás sumergido en un océano de papelotes; tú, abogado, pleiteas ante unos jueces que dormitan en plena digestión en lugar de escucharte. Lo que decís es sin duda verdadero, y lo considero como tal; esas cosas siempre son lo bastante verdaderas. Si además de todo eso sufrís del estómago o vuestros zapatos están empapados, os comprendo muy bien: hay de qué maldecir la vida, a los hombres, e incluso a Dios, si creéis en él.
Sin embargo, fijaos en una cosa, y es que todo eso no tiene fin y que la tristeza engendra tristeza. Al quejaros así del destino, aumentáis vuestros problemas, os impedís por adelantado toda esperanza de reír y vuestro propio estómago se encuentra aún peor.
Si tuvieseis un amigo que se quejara amargamente de todas las cosas, sin duda trataríais de tranquilizarlo y de hacerle ver el mundo bajo otro aspecto. ¿Por qué no seríais un precioso amigo para vosotros mismos? Pues sí, lo digo seriamente: hay que quererse un poco y ser bueno con uno mismo.
Todo depende de la primera actitud que se adopta. Un autor antiguo ha dicho que todo acontecimiento tiene dos asas, y que no demuestra mucha sabiduría escoger aquella que hiere la mano.
El lenguaje común ha denominado habitualmente filósofos a aquellos que escogen en toda ocasión el mejor y más tónico discurso. Se trata, pues, de abogar por uno mismo, no contra uno mismo. Todos somos tan buenos abogados, y tan convincentes, que, si tomamos ese camino, sabremos encontrar sin problemas razones para estar contentos. He observado a menudo que es por descuido, y un poco por educación, que los hombres se quejan de su oficio. Si se les invita a hablar de lo que hacen y de lo que inventan, y no de lo que subsisten, se convierten en poetas, y alegres poetas.
Estáis en la calle; comienza a lloviznar; abrís el paraguas; es suficiente. De qué sirve decir: «¡Otra vez esta maldita lluvia!»; a las gotas de agua les da igual, y a las nubes, y al viento. ¿Por qué no decís: «¡Oh, qué buena lluvia!»? Ya lo sé: a las gotas de agua les da igual; es cierto, pero a vosotros os hará bien; vuestro cuerpo se sacudirá y se caldeará, pues este es el efecto del más pequeño acceso de alegría. Además, ésta es la disposición perfecta para recibir la lluvia sin coger un resfriado.
Considerad también a los hombres como la lluvia. «No es fácil», me diréis. Pues sí, es más fácil que con la lluvia, puesto que a ésta vuestra sonrisa le da igual, pero no a los hombres, y a éstos, simplemente por imitación, vuestra sonrisa les hace menos tristes y menos aburridos.
Sin contar que, con solo mirar en vuestro interior, les encontraréis fácilmente excusas.
Marco Aurelio decía cada mañana: «Hoy me encontraré con un vanidoso, un mentiroso, un injusto y un charlatán enojoso; son así a causa de su ignorancia».
Apuntes finales
Estaba escrito en el pronaos del templo a Apolo en Delfos: conócete a ti mismo.
Lo sabemos desde el colegio y, aun así, si no nos aplicamos lo suficiente en esa introspección de saber cómo y quiénes somos, muchas veces podemos resultarnos unos perfectos desconocidos, una sensación muy a las antípodas del bienestar.
En el libro, con sus reflexiones, Alain nos anima a recuperar la máxima griega así como también a tomar perspectiva de lo que nos pasa, a tomar decisiones y comprometernos con ellas, a poner la mejor de nuestras actitudes en nuestro día a día, a aceptar de antemano el error en nuestras decisiones y los cambios que acontezcan, algo que va en el pack del proceso, lo entendamos o no. Y otra cosa que nos recuerda, que no es tonta para nada, es que todos estamos en la misma búsqueda y en el mismo mundo, que lo que te pasa hoy ya le pasó a otro y al revés.
Coloca las cosas a la distancia que se merecen. ―Alain
Y nunca nunca nunca desestimes el poder de una sonrisa.
………………..
[Nota final]: Como «premio» por haber llegado hasta el final, y por si los quieres tener en cuenta, te comparto unos remedios (muy simples) que recomienda Alain para el calambre de pantorrilla y la irritación de ojos.
Acostumbro a recordar algunos ejemplos de sufrimiento y de irritación que pueden ser suprimidos rápidamente con un gesto muy simple. Un calambre en las pantorrillas, por ejemplo, puede hacer gritar de dolor al hombre más sólido; apoyad el pie completamente plano en el suelo y en un instante estaréis curados. Frotamos los ojos, cuando se nos ha metido un insecto o una carbonilla, no hace sino prolongar la molestia durante dos o tres horas; probad, sencillamente, a dejar vuestras manos quietas y mirad la punta de vuestra nariz: inmediatamente la corriente de lágrimas os liberara de ese cuerpo extraño. (Desde que aprendí este remedio tan sencillo he hecho la prueba más de veinte veces). ―Alain