Sería genial poder hacer un día una disertación sobre Los miserables de Víctor Hugo, un libro que recuerdo con muchísimo cariño, sobre todo por lo mucho que me impactó. Pero tendría que leérmelo otra vez, que mucho ha llovido desde el verano de 1993.
De todos modos, revisando las notas que escribí sobre él en uno de mis cuadernos (uno de esos en los que iba recopilando «cosas importantes que me hacen pensar», volviera a ellas o no), he decidido recuperar un momento vital para la historia del protagonista: Jean Valjean, un flamante marginado social tras 19 años en prisión (por haber robado una hogaza de con la intención de, atención, alimentar a su familia).
Y ese momento es el destello de hoy, el momento en el que, en un acto de bondad desinteresada, Monseñor Bienvenido, que es puro amor (y sensatez), siembra en él la semilla de la misericordia y lo convierte en una otra persona (o despierta lo que realmente es después de años de confusión entre lo que es el mal y el bien).
Para ubicarte un poco, Monseñor Bienvenido acoge una noche a Valjean en su casa y, a la mañana siguiente, se dan cuenta en la casa que ha desaparecido la cubertería de plata, algo que no parece importar mucho al Monseñor.
Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.
Adelante ―dijo el obispo.
Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo militar.
―Monseñor… ―dijo.
Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la cabeza.―¡Monseñor! ―murmuró―. ¡No es el cura!
―Silencio ―dijo un gendarme―. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
―¡Ah, habéis regresado! ―dijo mirando a Jean Valjean―. Me alegro de veros. Os había dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.
―Monseñor ―dijo el cabo―. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos…
―¿Y os ha dicho ―interrumpió sonriendo el obispo― que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído aquí.
―Entonces ―dijo el gendarme―, ¿podemos dejarlo libre?
―Sin duda ―dijo el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
―¿Es verdad que me dejáis? ―dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.
―Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? ―dijo el gendarme.
―Amigo mío ―dijo el obispo―, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese
distraer al obispo.Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.
Ahora ―dijo el obispo―, marcha en paz. Y, a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada solo con el picaporte noche y día.
Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:
―Señores, pueden retirarse.
Los gendarmes abandonaron la casa.
Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.
El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:
―No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros un hombre honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad:
―Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libero de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.
Y, bueno, si no has leído el libro (ni visto el espectáculo o la película), tienes que saber que Jean Valjean nunca olvidó las palabras del Monseñor y, más importante aun, obró desde ellas.
Nada, que su vida cambió para siempre y dudo mucho de que, sin ese encuentro, sus días hubieran sido lo mismo, que seguro que no.
La bondad es la cadena de oro que enlaza a la sociedad. —J.W. Von Goethe
Y hasta aquí un destello en honor al viejo Monseñor Bienvenido para que no olvidemos hasta qué punto una sonrisa y un acto bueno pueden regalar momentos de iluminación, oportunidades e incluso propiciar nuevos destinos.
OBJETIVO 1: Recordar la última vez que hiciste algo de forma desinteresada o alguien hizo por ti algo que te sorprendió de forma grata, que no te lo esperabas.
OBJETIVO 2: Arrancar una sonrisa a alguien durante esta semana. Y si no encuentras un por qué, recuerda que no hace falta ninguno.
AUTOR: Víctor Hugo.
CATEGORÍA: ¿Y por qué no?