Hace unos días Robin Williams decidió poner fin a su vida.
El mundo lloró especialmente su muerte y he querido que esta entrada fuera una pequeña reflexión al respecto.
Me refiero a por qué la muerte de alguien a quien no conocemos en persona (y, por tanto, no tenemos ningún tipo de relación con ella), puede afectarnos tanto y por qué personalmente decido aceptarlo sin más: sin dramas, pero sin la necesidad de justificarme o buscarle una razón lógica detrás.
Recuerdo perfectamente mi yo adolescente saliendo del ya desaparecido cine Balmes de mi ciudad después de ver El Club de los poetas muertos. Salí con el corazón tiritando y a la semana ya tenía el poster en la pared de mi habitación. Un poster que, por cierto,sigo guardando.
Y aunque Robin sólo estuviera actuando, el Profesor Keating fue, sin duda alguna, algo así como «mi mejor Profesor». Y no quedó allí porque, de las pelis de Robin, siempre-siempre-siempre aprendía algo…
Lo cierto es que para muchos, sobre todo para los que éramos adolescentes cuando empezaban los 90, Robin era una mezcla entre el tío cachondo y sorprendente que amenizaba las fiestas familiares —aunque sólo lo vieras por Navidad— y el profe molón que te alentaba a seguir tus sueños, a vivir al máximo y te retaba a reflexionar sobre el status quo de las cosas.
Nos hizo reír, llorar, respetar la diferencia y sobre todo, nos hizo soñar en un mundo mejor en el que todos podíamos ser más humanos.
Pero, hace unos días, ese mismo tío cachondo/profe molón decidió suicidarse y nos dejó a todos —sobrinos y alumnos— en estado de choque.
Ya no sólo con su desaparición —triste de por sí— sino porque, caprichos del destino universal —o del karma, o de su contrato de alma con el mundo, o de lo que sea—, puso fin a su vida «emulando» a su alumno Neil Perry de «El Club».
Y sí, entonces era todo demasiado fuerte y escabroso como para asimilarlo en un momento.
Porque sí, aunque no conociéramos a Robin personalmente, sí lo hicimos a través de sus personajes y de sus intervenciones esperpénticas en la televisión.
¿No era suficiente?
Yo creo que sí.
La depresión y Robin
También leíamos entonces que sufría depresión severa, que hacía más de 30 años que entraba y salía del bucle de las drogas —algo que él mismo reconocía—, que hacía poco le habían diagnosticado Parkinson, y que «quizás» se sentía solo.
Y entonces, sin querer entrar mucho en campos que no toco ni son míos (la psiquiatría, la psicología), su muerte nos recuerda una vez más —déjate, que a veces perdemos perspectiva— que la depresión…
#1. No discrimina ni tiene predilección por unas circunstancias u otras, que puedes encontrarte en la soledad más profunda más allá de quien seas o lo fuerte que parezcas.
#2. No es lógica. Sí, quizás tienes más números en una situación que otra como aquél que fuma puede sufrir más de cáncer de pulmón pero olvídalo: el éxito, la fama y que millones de personas te consideren de la familia, no evitan que puedas caer en la depresión.
#3. Necesita una terminología más adecuada para poder diferenciarla de los clásicos momentos de bajón.
#4. Requiere comprensión, cuidado y respeto desde el primer síntoma.
Con Robin, nuestro mundo era menos triste y más feliz; menos injusto y más respetuoso; menos escabroso y más humano y justamente por eso, por hacerlo mejor, lo queríamos como a uno más.
¿Quién no lo recuerda como el Profesor Keating, Peter Pan, Popeye o Patch Adams? ¿En su papel en Despertares? ¿En La Señora Doubtfire? ¿En El indomable Will Hunting? ¿En Good Morning, Vietnam?
Y así, en una lista interminable de títulos…
Así que sí, por supuesto que nos podía afectar su muerte más allá del actor…
¿Y por qué?
Por todo lo que representó para una generación que crecimos viendo sus películas creyendo en un mundo mejor.
Mis palabras a Robin
¡Oh Capitán mi Capitán!
Gracias por habernos hecho reír, llorar, soñar, empatizar con la diferencia, cuestionarnos el mundo en el que vivimos, enseñarnos a ser más humanos y, con tu última lección (aunque no hacía falta que te fueras) recordarnos que detrás del cómico más «efervescente» puede haber una alma herida.
Contigo, Robin, se va una parte de nosotros, pero te recordaremos siempre y seguiremos poniendo (tal como nos enseñaste con tus personajes) nuestro cuerpo, mente, corazón y espíritu en todo lo que hagamos para, como decía Thoreau «no descubrir en el momento de la muerte que no hemos vivido».
En palabra de algunos de tus alumnos (sino todos, que visto lo vito esta semana parece que somos muchísimos) haremos que te sientas orgulloso y nos comprometemos a cuidar, incluso más, a los que nos rodean.
Capitanes de nuestros propios barcos, tenemos agarrados los timones respectivos y sí, seguiremos navegando.
Buen viaje, Robin.