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Bodega Bohemia: mundos como matrioshkas

El otro día me levanté con un primer pensamiento que me llevaba a un recuerdo lejano y a un mundo de lo más particular que hoy he querido rescatar, por si te apetece conocerlo.

Ese pensamiento/recuerdo/mundo es el de la Bodega Bohemia, un antiguo local de mi ciudad natal (Barcelona) que tengo muy adentro, aunque solo fuera una vez (y no comprenda muy bien el porqué de esa única visita. Bueno, supongo que tenía que ser así).

Han pasado más de 25 años (tenía 15, eso no lo he olvidado) y recuerdo que me llevaron mis padres un día en el que sufría una de mis crisis existenciales (sí, empecé pronto), aunque no podría afirmar si ese fue el motivo principal de su decisión, por si querían distraerme.

Tampoco puedo evocar ningún detalle previo (ni posterior) al momento en el que sucumbí a ese «nuevo» mundo, a lo Alicia en el País de las Maravillas cayendo por el agujero, que se me presentó tan solo doblegando la calle Nou de la Rambla hacia el número dos de la calle Lancaster.

Ahí, en pleno Raval, conocido entonces como «el barrio chino», que ya de por sí era un mundo dentro de la Barcelona preolímpica, estaba yo a mis 15 años, a punto de vivir (¡y solo como observadora!) una de esas experiencias que marcan para el resto de la vida, desde el asombro constante y antes incluso de cruzar la puerta donde un señor con pajarita daba la bienvenida, (segundo choque después de ver las condiciones de esa calle oscura y medio destartalada).

[Nota previa]: Escribo el relato desde el recuerdo, así que no te esperes una crónica exacta de lo que pasó, sobre todo porque llamé a mis padres por si podían aportar más datos y no he sumado ni uno solo. De hecho, su recuerdo del episodio es más bien vago y, teniendo en cuenta que tampoco saben seguro si habían estado en la Bodega Bohemia antes de ese día, me queda claro que el impacto fue mucho menor para ellos. (Otro misterio es dónde estaba mi hermana esa tarde/noche, pero creo que se quedará sencillamente en eso, en un misterio).

Bodega Bohemia

El mismo señor de la pajarita (creo ―no podría poner la mano en el fuego de que fuera él―) nos acompañó al interior del local mientras yo intentaba registrar en mi memoria cada rincón de ese sitio peculiar con un pequeño escenario en el que había un piano y, en semicírculo y en hileras, un sinfín de sillas rodeando mesitas cuadradas y circulares cubiertas con tapetes rojos en las que descansaban ceniceros y tarjetas de esas en las que se lee «reservado». En las paredes, carteles y fotografías; y vida, mucha vida.

Creo que podría apostar una cena (sin perderla) afirmando que fuimos los primeros que esa noche entramos en la Bodega (que podría ser, porque en mi familia siempre hemos sido muy de horarios europeos): recuerdo una imagen de local vacío (de gente, no de «alma») y recuerdo el señor de la pajarita sorteando mesas y llevándonos hasta la pole, invitándonos a sentarnos en primera fila (en una de las mejores mesas, vamos) y retirando la tarjetita de «reservado» mientras yo miraba a mis padres buscando una explicación a esa deferencia si no nos conocía de nada.

No hizo falta una respuesta, al minuto ya entendí que las tarjetitas eran parte del juego; del decálogo de ese mundo incluso más almodovariano que el mismo Almódovar.

También recuerdo pedir un zumo por el que cobraron a mi padre algo así como unas 600 pesetas (casi 4€), que me pareció un dineral (estamos hablando de 1991, aunque, pensándolo bien, también me parece carísimo ahora), sobre todo porque era un botellín de vidrio pequeño, que yo de esas cosas me acuerdo.

Pero el zumo era lo de menos: lo que tenía valor era la oportunidad de explorar una de las matrioshkas interiores de mi ciudad y reconocer que el mundo no es sino una suma de muchos submundos y que todos tienen su sentido, su espacio, aunque nunca lleguen a interactuar.

Poco a poco fue llegando más gente y, por supuesto, El señor de la pajarita les iba acompañando a sus «respectivas» mesas, esas que «habían reservado desde el futuro».

«Mamá, quiero ser artista»

Entonces, en un momento dado, y ante mi mirada absorta por todo lo que me transmitía el lugar, sale Gilda Love y yo no puedo parar de contemplarla: es un artista de avanzada edad y travestido (no creo que hasta ese momento hubiera visto a ninguno) que llega al escenario y me arrastra con ella a su historia, a su arte, al universo que dibuja desde su voz y sus ademanes.

Y todo el público la celebramos: a ella, y también a sus minutos de gloria (y yo sigo confundida, que me parece todo demasiado surrealista y más cercano al sueño que a la realidad).

Admito que no me apostaría nada a que fuera ella [Gilda] la primera en pisar el escenario pero sí es el único nombre que se me quedó grabado de los artistas que fueron desfilando por él: variopintos todos, en el ocaso y con un halo de nostalgia (de lo que fueron, de lo que hubieran querido llegar a ser).

Y me parece valiente, coherente, incluso heroico, que bien podrían haberse quedado llorando en un rincón de casa, sumidos en la impotencia y en su fracaso por no tener una estrella en cualquier paseo de la fama.

Qué va, ellos estaban ahí, cumpliendo ese sueño de expresarse a través del arte escénico, poniendo alma y cuerpo, más allá de la edad y del talento, y retando un poco lo que debería ser su vida, inventando un mundo paralelo y compartido por todos ellos, que cobraba sentido durante las noches de espectáculo.

Yo solo la recuerdo a Gilda Love y a un señor menudo que simulaba a Antonio Machín. No puedo recordar al pianista (sí al piano), pero me apostaría otra cena a que había un radiocasete y que el artista que interpretaba a Machín se tomó su tiempo rebobinándolo para encontrar la música de «Angelitos negros» y cantarla, por petición del público, algo que puede parecer la mayor de las cutreces, cierto, pero a que mí me pareció entrañable.

El adiós de Bodega Bohemia

Cuando murió su último propietario, Bodega Bohemia cerró sus puertas al público. Corría entonces abril 1998 y contaba ya setenta años de historia (desde 1940 en la misma ubicación, en la calle Lancaster).

Por supuesto, con una trayectoria tan extensa, el local tuvo momentos de gloria y momentos de decadencia, pero es parte de la historia de una ciudad y de todos aquellos que tuvimos la oportunidad de conocer ese submundo.

El edificio fue derrumbado en enero de 2002, aunque en su momento leí que los vecinos reunieron centenares de firmas para pedir al ayuntamiento conservarlo y reabrirlo; pero, nada, quedó en el intento.

De todos modos, si hoy existiese, ¿seguiría siendo igual?

Apuntes finales

Hay lugares estilosos y armónicamente bonitos, cuidados al detalle por interioristas para crear una sensación determinada: y hay otros que son absolutamente bellos por el halo especial que albergan entre sus paredes, normalmente gracias a historias que, vividas o sugeridas por ese mismo halo, nos atrapan y nos hacen sentir partícipes de un tiempo pasado, ya sea una casa o un establecimiento cualquiera.

Bodega Bohemia era de ese segundo tipo; y sí, me da penita que un día dejara de existir.

A él [Enric], así como al último elenco de artistas que pasaron por ahí, les hubiera encantado poder continuar «la función», pero no podían asumir los gastos. Eso sí, crearon una gran familia entre todos, aunque fuera postiza, , que justo era una de las sensaciones que tuve yo cuando fui: «son familia, se quieren y se respetan».

Yo, pensando en la Bodega Bohemia, he ido recordando otros sitios singulares que ya no existen pero que me siguen despertando cariño. En un mundo donde lo nuevo, lo tecnológico, el diseño, la moda nos invaden a ritmo desenfrenado por todas partes, casi que el descanso me lo daría entrar en la Bodega Bohemia y estar en silencio, contemplando sus carteles e imaginarme a Gilda Love con un micro.

Entiendo los ciclos y el cambio como parte de la vida y de la evolución de la civilización y del planeta, pero me gustaría que hubiera un decreto para conservar lugares inmortales a disposición de todas las generaciones. Y yendo un poco más lejos, ¿te imaginas poder visitar la Biblioteca de Alejandría, entrar en el Templo de Salomón o colarte en la Academia de Platón? ¿No te ha pasado nunca tener esa sensación de estar tú frente a la Historia? A mí me ha pasado un montón de veces, y es un regalo. Y me pasó en el magnífico teatro romano de Bosra pero también me pasaba en la casa de mi bisabuelo, que tenía un pequeño taller con moldes de emperadores romanos, para hacerlos en yeso.

Y que quede claro que no estoy comparando el Templo de Salomón con la Bodega Bohemia y la casa de mi bisabuelo, pero para mí todos ellos son lugares inmortales.

Estoy segura de que a lo largo de tu vida, has encontrado sitios que te han hablado. Te invito a que identifiques alguno, seguro que te despierta una sonrisa y tu día es mejor.

[Nota extra]: Puedes encontrar fotografías de la Bodeha Bohemia en Internet, aunque pocas. También podrás verla en algunas películas y existen un par de documentales sobre ella (Yo soy así  podría darte una ligera idea de lo que fue y, además, pondrías cara a Gilda y a Enric, que asumo que era el hombre de la pajarita). Para terminar, aquí tienes el enlace a un corto inspirado en su mundo).

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