Hay cuentos de todo tipo, la mayoría de los cuales (sino todos) incluyen una moraleja.
Algunos son largos y otros son cortos, aunque yo estoy por empezar a recolectar firmas y pedir una tercera categoría: los «cuentos haiku» (independientemente de su origen, que así también algunos de Nasrudín –por ejemplo– tendrían su lugar).
El cuento de hoy sería uno de ellos: muy breve (brevíííísimo) pero de los que dan para pensar día y medio, como mínimo.
¿Me acompañas hasta el país del sol naciente para una dosis de reflexión?
El cuento
–¿Qué haces otra vez ahí? –preguntó el maestro a su discípulo, sentado en el suelo.
–Zazen –respondió este último.
–¿Y te puedo preguntar por qué le pones tanto empeño?
–Es que quiero convertirme en Buda.
–Ah, bueno, entonces sigue con ello –añadió el maestro, que salió de la sala.
Al cabo de unos minutos, el maestro regresó; y lo hizo con un azulejo suelto.
Entonces, se sentó al lado del discípulo, tomó el azulejo entre sus manos y comenzó a frotarlo con cuidado.
El joven, que lo miraba entre perplejo e intrigado, decidió preguntarle qué estaba pasando, que ya hacía rato que se sentía perdido.
–Maestro, ¿por qué pulís ese azulejo?
–Es que quiero hacerme un espejo.
–¡Pero, Maestro, eso es imposible! –exclamó el estudiante.
–Entiendo que puede ser un poco absurdo, sí. Y dime tú: ¿convertirse en Buda haciendo zazen es posible? –respondió el maestro.
Reflexiones finales
Breve y zen, este cuento me invita a hacerme un batallón de preguntas, tanto en la posición del discípulo como en la del maestro.
Como discípulo/alumno, puedo identificar ese empeño (a veces colosal) en hacer algo exactamente como creemos que debería ser (por lo que hemos leído o se nos ha dicho y enseñado), perdiéndonos en la perfección e, incluso, llegando a olvidar el objetivo y lo que nos motivó a ello. Creo que la única solución posible es pararnos de vez en cuando y revisar qué, por qué y para qué hacemos algo y decidir luego si continuamos, modificamos o abandonamos porque ya no tiene sentido.
A ver, está claro que la perseverancia y la disciplina son esenciales para cualquier «maestría», pero mejor nos relajamos, fluimos y encontramos un punto medio siendo conscientes de él.
¿Qué nos va a ensalzar más como ser humano, hacer la postura del loto completa o hacer sonreír a un abuelo? Lo sé, no es que sea incompatible, pero creo que puede ayudarnos a tomar perspectiva, a relativizar el qué para centrarnos en el cómo, en la intención.
En cuanto a la ironía del maestro es de las que quedan genial cuando las ves en una serie de la tele y te despierta la carcajada por la ocurrencia, sí, pero que cuando es real y eres tú el destinatario de la misma no te hace la misma gracia, y puede hasta dolerte, aunque también es verdad que quizá es necesaria. Ya sabes: la verdad duele pero no hace daño; y, a veces, quizá la única manera de que uno «despierte», a modo colleja.
¿Cuál es tu «zazen» particular?