¿Alguna vez te has preguntado cuál es el mejor momento para hacer algo, quiénes de los que te rodean merecen más tu atención y cuál es tu prioridad máxima?
Estas son las tres preguntas que se hace el protagonista de la historia de hoy, un emperador que está convencido de que la felicidad plena se encuentra en sus respuestas y, entonces, sale a buscarlas.
Las 3 preguntas es un cuento clásico escrito por León Tolstoi que, entre obra maestra y obra maestra, escribía joyitas como ésta.
Este relato nos recuerda la importancia del aquí y del ahora. Y lo hace de una manera sencilla, ilustrativa y magistral.
No es el cuento original, es un híbrido entre las versiones que he ido encontrando, pero la esencia la he preservado, claro.
El cuento
Había una vez un emperador que siempre quería actuar de la mejor manera posible, sin equivocarse y haciendo lo correcto.
Pero el emperador estaba angustiado porque no encontraba las claves para garantizarlo y apenas podía conciliar el sueño.
Pasó algún tiempo y, entonces, una mañana se levantó convencido de que podría lograr su sueño: solo tenía que contestar a las tres preguntas que le habían surgido la noche anterior.
Sin perder tiempo, ese mismo día el emperador publicó un edicto anunciando que aquel que las respondiera correctamente recibiría una gran recompensa.
Las preguntas eran:
¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa?
¿Quienes son las personas más importantes con las qué tratar?
¿Qué es lo más importante para hacer en todo momento?
Y, por supuesto, muchos eruditos del Imperio emprendieron el camino al palacio.
Lo que encontró el emperador fue múltiples respuestas.
A la primera pregunta, unos le aconsejaron planificar detalladamente su tiempo dedicando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas y seguir este plan al pie de la letra; otros le dijeron que era imposible planear todo de antemano y que permaneciese atento a su alrededor; alguien le sugirió que se rodeara de sabios consejeros; otro que mejor fuera a ver a los adivinos… Y así.
Del mismo modo, se dieron varias respuestas a la segunda pregunta. Unos decían que las personas más importantes para el emperador eran sus administradores; otros que más bien pensaban que eran los sacerdotes; otros más, que eran los médicos; y, por último, aquellos que pensaban que eran los guerreros.
Como respuesta a la tercera pregunta (sobre la acción más importante), también hubieron distintas opiniones: desde dedicarse a la ciencia, a preparar la guerra, a dedicarse a orar a los dioses.
El emperador, asombrado por la diversidad de respuestas, no aceptó ninguna y envió a los eruditos de vuelta a sus casas.
Pasaron los días y, tras varias noches de reflexión, el emperador decidió visitar a un sabio ermitaño que vivía apartado en el bosque, por si él tenía las respuestas.
Tomada la decisión, se vistió de campesino, fue en su búsqueda y una vez cerca de la cabaña del ermitaño, bajó de su caballo, despidió a si guardias y se fue andando a su encuentro.
Y ahí estaba el ermitaño, cavando frente a su cabaña.
El emperador se le acercó un poco para reclamar su atención pero el ermitaño lo ignoró por completo.
Estaba cavando mientras respiraba con dificultad.
¿De verdad que aquel hombre flaco, débil, viejo y arisco era el que le iba a dar al emperador las respuestas que buscaba?
Finalmente se acercó un poco más y le dijo:
—Hombre sabio, he venido para pedirte que me respondas tres preguntas: ¿Cuál es el momento que uno debe tener en cuenta para no perderse nada y luego no tener de qué arrepentirse? ¿Quiénes son las personas más indispensables, aquellas que debemos preferir frente a las demás? ¿Qué acciones son las más importantes y las que tenemos que priorizar?
El ermitaño lo escuchó atentamente pero siguió cavando y no le respondió.
El emperador, en vez de insistir, prosiguió:
—Tienes que estar cansado, déjame que te eche una mano.
El ermitaño le dio las gracias, le pasó la pala y se sentó en el suelo a descansar.
Después de haber removido dos surcos, el emperador se detuvo y repitió sus preguntas, pero el ermitaño, en vez de contestarle, se levantó, tomó la pala y le dijo:
—¿Por qué no descansas? Ahora puedo seguir yo.
Pero el emperador se quedó con la pala y continuó cavando.
Así pasó una hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas.
El emperador, ya cansado y al límite de su paciencia, soltó la pala y dijo:
—Sabio, vine a verte para que respondieras a mis preguntas, pero si no puedes darme respuesta, dímelo abiertamente, y entonces me iré.
Pero justamente en ese momento pasó algo inesperado y gritó el ermitaño:
—Emperador, ¡ahí viene alguien corriendo!
El emperador se giró y entonces vieron a un hombre saliendo del bosque mientras presionaba sus manos sobre una herida sangrante en su estómago.
El hombre corrió hacia el emperador, cayó al suelo, cerró los ojos y se quedó inmóvil, gimiendo con voz débil: había recibido una profunda cuchillada.
Rápidamente (y lo mejor que pudo), el emperador le limpió la herida y usó su propio pañuelo para vendarle, pero la hemorragia no se detenía y tuvieron que utilizar las toallas que el ermitaño tenía en su casa.
Una vez consciente, el hombre pidió un vaso de agua y el mismo emperador fue a por la jarra y le sirvió un vaso para calmarle la sed.
Mientras tanto, el sol se había puesto y el aire de la noche había comenzado a refresca.
Fue entonces cuando el emperador y el ermitaño decidieron cargar con el hombre hasta la cabaña y lo acostaron en la cama.
El herido cerró los ojos y se aquietó y el emperador, rendido por el cansancio y la noche, se quedó profundamente dormido en la entrada de la cabaña.
A la mañana siguiente, cuando despertó, apenas recordaba dónde estaba, que había pasado ni quién era aquel hombre barbudo que le miraba fijamente con una mirada resplandeciente. Y este le dijo en voz débil:
—Perdóname.
A lo que el rey respondió:
—Yo no te conozco ni tengo nada que perdonarte.
Pero el hombre barbudo prosiguió:
—Tú no me conoces, Majestad, pero yo sí que te conozco a ti. Hasta ayer, yo era un enemigo tuyo declarado y había jurado vengarme de ti, porque durante la última guerra mataste a mi hermano y me quitaste mi propiedad. Cuando supe que habías venido solo a la montaña, decidí matarte al regreso. Pero después de emboscarte todo un día y ver que no volvías, salí de mi escondite para buscarte. En lugar de dar contigo, me encontré con tus guardas y me hirieron. Por suerte, pude escapar y corrí hasta aquí. Si no me hubieras acogido y vendado mis heridas, seguramente me hubiera desangrado y ahora ya estaría muerto. Yo deseaba matarte y tú, en cambio, me has salvado la vida. Si vivo, y tú me lo permites, yo te juro que seré un fiel servidor tuyo por el resto de mi vida ordenaré a mis hijos y a mis nietos que hagan lo mismo. Por favor, Majestad, concédeme tu perdón.
El emperador, sorprendido y absorto, no pudo cuanto menos alegrarse de lo fácil que había sido reconciliarse con su enemigo, y ya no solo le perdonó, sino que le prometió devolverle su propiedad y enviarle a sus propios médicos y servidores para que le atendieran hasta que estuviera completamente restablecido.
El emperador se despidió del herido, salió de la cabaña y buscó al ermitaño, que estaba sembrando patatas entre los surcos abiertos el día anterior.
—Por última vez, antes de que me vaya, te ruego, hombre sabio, que respondas a mis preguntas…
El ermitaño se sentó en cuclillas sobre sus piernas flacas, alzó la vista al emperador y le dijo:
—Tus preguntas, emperador, ya han sido contestadas.
Ayer, si no te hubieras compadecido de mí y no me hubieras ayudado a cavar el terreno, hubieras tomado el camino de vuelta solo, sin tus guardas, y este hombre te hubiera atacado por lo que, seguramente, te habrías arrepentido de no haberte quedado conmigo. Por lo tanto, emperador, el momento más oportuno fue el que pasaste cavando mi terreno; En ese momento, para ti yo era la persona más importante y la acción más adecuada consistió justamente en cavar el surco.
Más tarde, cuando llegó corriendo el herido, el momento más oportuno fue el tiempo que pasaste curando su herida, porque si no le hubieses cuidado como lo hiciste, el hombre barbudo habría muerto y habrías perdido la oportunidad de reconciliarte con él. En ese momento, él se convirtió en la persona más importante para ti de la misma forma que atenderlo fue la acción más importante.
Emperador, grábate entonces lo siguiente: solo hay un momento importante y es el ahora, pues tan sólo tenemos dominio sobre el presente; la persona más importante es siempre esa con la que estás; y la acción más importante es ser bondadoso con ella, porque para eso es que fuimos enviados a este mundo, para ser bondadosos con los demás.
Y el emperador volvió a palacio con 3 respuestas, 3 grandes lecciones y dos nuevos amigos.
Apuntes finales
A partir de hoy (si no lo haces ya), ¿pondrás más atención en el ahora? ¿Recordarás que aquello que haces en cada momento es lo más importante? ¿Qué cualquier acto cuenta? ¿Qué aquellos con los que compartes tu tiempo son los que requieren más tu atención?
Te dejo reflexionando sobre el aquí y el ahora, sobre este preciso instante.