Tbilisi, Ushguli, Nigazauli, Vardzia, Akhaltsikhe, Noravank, Khor-Virap, Haghpat… Y así con un montón de nombres (algunos, aprendidos cuando me iba de los sitios) que, si hace algo más de un mes no podía ni situarlos en el mapa, ahora forman parte de mis recuerdos más preciados y, definitivamente, de mi historia personal.
(Lo que es la vida, en serio).
Pero no solo han sido los lugares los que me han dejado huella, qué va, porque algunas personas que he ido conociendo en el viaje me han robado un pedacito del corazón o me han hecho pensar, o ambas cosas. Ellos, cada uno con su aportación, también han dado sentido a la aventura y merecen una mención especial, que la tienen, así como también las anécdotas que nos hemos traído a casa, decenas de ellas y de lo más variadas.
Ellas [las personas] y ellos [los lugares, las anécdotas] han sido los claros protagonistas de este mes de mochila, y me han regalado infinidad de momentos inolvidables y vistas increíbles que, definitivamente, han sido regalos para los ojos: desde su bellísimos monasterios a sus ciudades cueva pasando por paisajes de esos que parecen sacados de Fantasía.
Y lo mejor de todo (¡sí, el viaje tenía guinda!) ha sido compartirlo y disfrutarlo, que así ha sido, con Ramón, mi compi de viaje y (afortunada yo) también mi compañero de vida. Y, bueno, también ahora contandótelo a ti, que me estás leyendo, y que imaginándote delante estas líneas, eres mi principal motivación para escribirlas… Gracias por decidir que así sea.
Sin más rollos ni preámbulos, te dejo ya con estas «pinceladas resumen» inspirándome en mis notas, en mi cuaderno de viaje.
Aquellos misteriosos rincones del mundo…
―¿Y dónde dices que os vais?
―A Georgia y Armenia.
―¿Adónde?
Y así, una vez tras otra, como tener que justificar una decisión que, valga decir, estaba tomada mucho más desde la intuición que desde una referencia, una recopilación de datos online o una visita a la agencia de viajes del barrio.
Es cierto que el porqué no lo teníamos muy claro, pero nos parecía que tenía que ser una zona culturalmente de lo más interesante, que seguro que estaría llena de contrastes de los que aprender y que, habiendo sido cuna de un momento importante en la Historia (Armenia fue el primer país oficialmente cristiano y Georgia la siguió al cabo de 25 años) tenía mucho que ofrecernos.
Pero para confirmar una sensación hay que dar el primer paso, que fue reservar los vuelos; el segundo, comprar la guía; y el tercero: decidir qué mochila llevábamos, aunque acabamos comprando unas nuevas que no necesitaban facturación.
Ahora, más que misteriosos, se han convertido en sitios familiares que nos han acogido como nunca habíamos podido imaginar, porque han roto cualquier expectativa y porque incluso han sido más interesantes de lo esperado.
Cuando todo empieza fatal…
De camino a Madrid (vivimos en Narnia con un aeropuerto de esos que dan la risa) nos llamaron de la compañía aérea porque nos habían reubicado en otro vuelo, casi con los mismos horarios, o incluso mejores, y manteniendo una sola conexión, así que, bueno, bien. Pero ya no es que el primer vuelo sufriera un retraso que nos podía hacer perder la conexión con el siguiente, que no lo hicimos, sino que, por un problema de logística, que ya es tremendo, cuando estábamos a punto de despegar del segundo, se canceló. Y nada de hoteles: manta y almohada y a dormir en el aeropuerto. No nos pudieron reubicar de nuevo así que estuvimos 24 horas ahí metidos, haciendo tiempo. Eso sí, nos dieron vales para las comidas, algo es algo. Por otra parte, descubrimos una sala de oración (muy zen, pero abierta a todas las religiones) que daba muchísima paz, así que ahí que nos fuimos, para tomar perspectiva y recordar que la cancelación era parte de la aventura y que era un contratiempo sin más.
¿Cómo que el número de la calle es todo un bloque? ¿Dónde están los semáforos? ¿Has visto eso?
La llegada a Tbilisi también fue de lo más tremenda, sobre todo cuando encontramos la calle y el número donde nos íbamos a hospedar la primera noche (en plena madrugada) pero, entonces, nos damos cuenta de que algunos números no pertenecen a un edificio, sino a todo un bloque. (Seguro que la cara que se nos debió quedar tras el «descubrimiento» debió de ser espectacular). Mochilas a la espalda buscando y rebuscando, al final, justo cuando íbamos a tirar la toalla, y ya en el último intento, vimos el pequeño indicador que nos iba a dar la clave. Estábamos agotados, pero habíamos llegado, que era lo importante. Además, tuvimos una acogida de ensueño, ¿qué más podíamos pedir?
Dormimos poco y aprovechamos el día dándonos un largo paseo y haciéndonos muy fans de los pasos subterráneos (llenos de vida, un mundo en sí mismos) para cruzar las calles, aunque podría haber más, la verdad. Semáforos hay pocos, pero si en algún sitio quedamos (negativamente) sorprendidos con el tráfico fue en Batumi, donde los conductores no respetan ni un paso cebra, ya no solo no dándote preferencia, sino que pasando cuando estás cruzando, sin mirar ni nada, algo que nos pareció espeluznante de verdad.
Batumi fue, de hecho, la ciudad de más contrastes, aquella que siempre recordaremos como el nexo entre dos mundos que poco tienen en común, pero que siguen conviviendo juntos, aquella ciudad que une el pasado con el futuro albergando pequeñas casas que no sabemos cómo siguen en pie y tiendecillas colmado con rascacielos, casinos y hoteles de alto standing como el Marriott. Batumi ya empieza a apuntar maneras pero, en unos años, fijo que será un paraíso vacacional en toda regla. Tiempo al tiempo.
Y no dejando los contrastes, pero extendiéndolo a todo Georgia y Armenia, es sorprendente como coches destartalados y salidos de Cuéntame coexisten, como si nada, con cochazos de lujo (perdimos la cuenta de modelos Cayenne, X5 y Land Rover). Eso sí, en Yerevan nos contaron que eso de que los Lada y demás pasen las ITV de ahí tiene trampa: se compran los aprobados… Nada, que mafia parece que hay (y tal). De hecho, las grandes fortunas se hicieron tras la disolución de la Unión Soviética, que por cierto, sigue habiendo gente que la añora, que me parece un buen apunte: definitivamente, nunca hay una sola verdad ni una sola perspectiva ni una sola experiencia, aunque todos están de acuerdo que Stalin, que era georgiano, era malo malo malísimo. Eso sí, nosotros estuvimos en el Museo que tienen montado en su ciudad natal (por interés y curiosidad, que no devoción) y estaba plegado de rusos entusiastas. Curiosamente, en el Museo de la guerra, a unos 300 metros del de Stalin, que nos resultó ser muuuucho más interesante, no había nadie y fuimos los primeros visitantes en un mes. Para pensar, ¿no?
Más contrastes, curiosidades y estilo de vida
Para un europeo, incluso para los del sur, que siempre estamos en la cola de los salarios y que ya sabemos cómo está ahora la situación económica, Georgia y Armenia son de lo más asequibles.
Hay productos y servicios que, al cambio, son realmente económicos, como el transporte o comer de restaurante (que hay pocos, por cierto). En el supermercado no hemos visto tanta diferencia. De hecho, un litro de leche está sobre 1,30€, que nos pareció un montón (en España, las de marca blanca cuestan menos de la mitad). Total, que nadie toma leche. Nuestro amigo David (luego ya te hablaré sobre él) nos contó que el sueldo de un profesor universitario (que sería de los más elevados) eran 1.200 GEL que poco sobrepasan los 400€. En fin, que el ocio está reservado a unos pocos, que los demás ya tienen suficiente en pasar el mes.
Las carreteras están «bastante» mal y conducen como locos. Hemos llegado a la conclusión de que su código de conducción es distinto al nuestro y que es normal que un minibus adelante a dos camiones o a varios coches de una sentada, aunque sea en línea continua o en una carretera con tropecientas curvas. No vimos ningún accidente pero sí que fuimos soltado algún «Madre mía, este conductor está loco» y otros tantos «uf, de poco no se la pegan. ¿Pero cómo se arriesgan tanto?». Yo creo que tienen una fe irracional (demasiada) y que por mucho que lleven un montón de estampitas con santos y santas y Jesús y la Virgen María, alguna vez van a necesitar más que eso. Y lo de la locura al volante y las carreteras desastrosas tiene un ingrediente más que las hace «emocionantes»: las vacas, que se pasean a sus anchas y que salen de la nada cuando no te lo esperas.
También [las vacas] son las dueñas de algunas calles, como los cerdos, que de unos y otros están llenos los caminitos de Ushguli, un pueblo precioso en las alturas caucásicas al que llegamos en un trayecto larguísimo e improvisado que incluyó una noche en tren, una maturshka (entre bus y autocar, de unas 20 plazas) y dos minifurgonetas. No recuerdo que comimos al mediodía pero la cena que nos preparó Lera (o algo así) tenía como mil platitos distintos, algo que se estila por ahí, como si fueran tapas, que tiene su gracia para ir probando distintos platos, aunque a nosotros nos van los platos únicos y abundantes. Yo reconozco que con el hambre que tenía ese día, hubiera cambiado todos ellos por una tortillaza de patatas como las que prepara Ramón por casa, vaya que sí. (Es que además, hay muchas de esos platillos que son fríos, y nos van más los calientes, que encima a 2 mil metros de altura hacía fresquito y el cuerpo pedía cremas y sopas… y lo de la tortilla, claro).
Lo que sí que comimos varias veces (vale, casi cada día) fueron kachapuris, una apuesta segura porque es un tipo de pan relleno de queso que, encima, está la mar de rico. Era nuestra opción a «No tenemos tiempo y es tarde. ¿Hace un kachapuri y ya cenamos mejor luego?». En cuanto a comidas, también nos gustaron los khinkali, entre raviolis y momos, y que rellenan de setas, carne, patata o queso. Ramón se aficionó a los helados que llegaron de la Unión Soviética, unos que van con un vasito de galleta (que sustituye al cono) y que parece que se quedaron. De hecho, yo ya había tomado alguno en Ucrania, hace más de 20 años, y me pareció curioso que todavía hoy sigan triunfando tanto.
Y dejando la comida y centrándome en la bebida, nos hemos vuelto muy aficionados del agua con gas y de unas bebidas a las que llaman limonadas, aunque no sean siempre de limón (nosotros probamos las de hierbabuena, pera, frutos rojos y vainilla). Las echaremos de menos, porque, además, en los momentos de calor, entran como si nada.
Hemos regresado a casa sin tener muy claro qué horarios llevan, pero nos parece que van más bien tarde que pronto, a lo tipícamente español, aunque nosotros llevamos una agenda de lo más europea. Vamos, que si podemos cenar a las 19h, no cenamos a las 20h.
Y no sabemos hasta qué punto lo de los baños de azufre se estilan entre los autóctonos, pero nosotros los hemos probado y la experiencia (tanto en un baño público como en una piscina natural) estuvo chula (más allá de ese olor a huevo podrido asumido como «daño colateral»). Lo más gracioso es que nadie te dice exactamente los beneficios. Vamos, que apuestan por el «vale para todo».
Y por si acaso luego no sé dónde meterlo, y como va de un contraste de los grandes, es que a solo 3 horas de trayecto por carretera (que si estuviera mejor, sería menos) de Batumi, existe todo un mundo paralelo, en el que la llamada «nueva» tecnología parece haber encontrado un lugar (la mayoría de los habitantes va con móviles, algunos con conexión a internet), pero que en cosas más básicas (nevera, cocina…) pasaron de largo. Incluso lavan los platos fuera de casa.
Monasterios e iglesias
A mí me encantan los espacios sagrados, sean de la religión que sea. Lo que me atrae más es su energía, la atmósfera que crean. Y en este viaje, hemos visto y visitado un montón de monasterios, tanto en Armenia como en Georgia, a cual más bello, a cuál situado en mejor paraje. Nada, que ha sido mágico.
Y lo mismo con las iglesias, especialmente alguna que, de haber tenido hipo, nos lo hubiera quitado, porque eran magníficas.
Y no es de extrañar que muchos de ellos y ellas formen parte del Patrimonio Mundial de la UNESCO.
Es que te dan ganas de orar a los cielos y de estar en silencio y de quedarte ahí y fundirte en esa paz que inspiran, como si la vida y el mundo tuvieran sentido solo porque sí y sin darle ya más vueltas.
(Vale, quizá soy una flipada, pero es que no se me ocurre una manera mejor de expresarme).
Pérdidas y ganancias
Suena a topicazo, lo sé, pero un viaje te permite conocerte algo mejor, te reta a superar imprevistos, te mete en líos (que también) y te invita a perder algunos de esos miedos que, de forma consciente o no, deambulan en la vida.
A mí, además, siempre «me hace perder» alguna que otra cosa, pero, bueno, debe ser un asunto de karma. En esta ocasión, he perdido una gorra comprada en Annapolis. Le tenía cariño porque me recordaba un día chulo, pero reconozco que lo que más me gustaba de ella era su etiqueta con eso que tenía de MADE IN NYC, que como ahora todo está hecho en China, Taiwan o Bangladesh, tenía su gracia, no sé.
También perdí uno de los pendientes que llevaba puestos (de mis favoritos, que ya es mala suerte) pero 1. el susodicho ya había dado señales de que quería «irse» (se había caído dos días antes) y 2. no se me ocurre lugar más bello para quedarse: Kazbegi.
Lo que más rabia me dio fue perder la billetera con algo más de 130€ en el momento más tonto, en el sitio más estúpido, de la manera más irrisoria (es que, además, ahí dan para bastante), pero después del autoenfado inicial, resolvimos el asunto pensando que hubiera podido ser más, que no había la documentación y que, con algo de suerte, la habría encontrado alguien que lo necesitaba más que yo. Ojalá.
Desde luego, es solo una anécdota (aunque fastidió en el momento, claro) que no hace sombra alguna a las grandes ganancias con las que hemos regresado, la mayoría impregnadas de belleza, sentimiento y una cultura que, definitivamente, nos ha conquistado.
David, Jako, Azad, Marina, Gio, babu y Nazi
Y Piper, y Jimmy, y Artur el taxista, por nombrar algunos.
Y es que ¿por dónde empezar? Todos taaaaan sumamente distintos, y todos como si formaran parte del guión del viaje, puestos ahí, en el momento adecuado y en el sitio adecuado, para enseñarme algo, «salvarme» en el último minuto de una situación de esas feas, despertarme sentimientos buenos, o incluso «romperme el diafragma de tanto reír», según el caso.
Algunos de ellos se quedarán, que lo sé; otros, ya no existe ni la opción porque no tengo el contacto, pero todos cumplieron esa parte del guión y estoy agradecida con la vida.
Te cuento sobre algunos, los más importantes. Y para ponerles rostro, puedes clicar aquí.
David es una de las personas más interesantes que conoceré jamás. Es un caso como el de Isabel, de esos que enamoran en el primer momento y que te van reenamorando en cada ocasión. Él, físico y matemático de unos 65 años, está especializado en cosmología y es un gran conocedor de la Historia Antigua. Había pertenecido a la aristocracia georgiana (con raíces alemanas) y con la llegada de la Unión Soviética a la familia le arrebataron sus pertenencias (aunque alguna consiguieron recuperar) y escuchar su experiencia, así como ver las fotos, fue revelador y todo un privilegio. Tuvimos la suerte de tener interesantes charlas con él, y aunque el lenguaje siempre es un hándicap, nos ayudó a todos (tanto a nosotros como él) tener conceptos de varias lenguas y, especialmente, querer comunicarnos. También nos reímos un montón porque es de esas personas que tienen un humor de lo más fino y lúcido, un lujo. Alguna noche se sumó a nosotros Jako (de Jacqueline, así la llamaba él), su pareja, que aportaba el francés (nacida en Georgia, su madre es belga) y su sabiduría en temas filosóficos y literarios. Nada, un tándem exquisito. La pena fue no haber tener más días con ellos ni tampoco un chip traductor incrustado en el cerebro.
En fin, no me voy a quejar que esos días fueron un regalazo y sigo, por ejemplo, con Azad.
¡Ay, Azad!… Él apareció como un ángel en un momento de lo más oportuno y evitó que nos metiéramos en el mismo Infierno, porque el hostal que habíamos reservado era un cuchitril de los que dan miedo y estaba lejísimos de todo (que conste que las fotos estaban bien y que decía que estaba cerca del centro, ejem). Nos fuimos los tres a un hotel que estaba genial. Y no solo eso, sino que nos hicimos amigos. Y estuvimos compartiendo 3 días estupendos y trepidantes en el que nos contó su historia (bueno, parte, que no hubo tiempo), que no tiene desperdicio. A lo flautista de Hamelin, a nosotros 3 se sumaron 4 viajeros chinos y la dueña del hotel, Marina, majíííísima, que el último día nos invitó a la terraza del Marriott ( a ella le va el lujo y el glam) a tomar algo. No solo eso, sino que también me maqueó para que diera el pego, incluyendo pendientazos, un collar, una pulsera… (Es que si yo ya soy casual de por sí, de mochila, ni te cuento). Pero vamos, genial de los geniales.
Jimmy fue otro ángel, porque debía ser el único en toda la zona que hablaba inglés y topamos con él cuando más lo necesitábamos. De él no tenemos el contacto ni tan siquiera una foto, pero es el ejemplo más claro de la generosidad y la acogida que existe en Georgia, que como en todos los sitios tiene gente de todo, pero que los que son buena gente, son buenísimos, de verdad.
El relevo de Jimmy lo tomaron Gio (un chico de 17 años recién cumplidos al que le echábamos unos 22), Nazi (lo sé, nombre «algo» desafortunado, pero fonéticamente nos lo escribieron así), que es su madre, y Babu Giorgi, el abuelo de Gio y suegro de Nazi, que perdió a su marido hace 6 años en un accidente de coche (lleva luto riguroso desde entonces) y que tiene una hija más viviendo en la ciudad. Ellos son los del pueblo remoto pero con móvil. Y Gio, además con el traductor de Google siempre a mano (Y menos mal, porque ahí solo se hablaba georgiano).. El padre de familia era cantante y tocaba el teclado (nos lo imaginamos en las fiestas y eventos de la región) y ahora Gio utiliza el ecualizador y el altavoz del padre para montar fiestas de karaoke. Y no tiene vergüenza alguna, así que genial. Babu lo mira con paciencia y la madre va arriba y abajo, porque no para. El destino hizo que la primera noche empezara a llover a cántaros y que el mal tiempo durara todo el día después. A falta de excursión, estuvimos en familia, comiendo con ellos, jugando al nardi (nombre georgiano para ‘backgammon’) con los amigos de Gio (y salí por la puerta grande, por cierto) e incluso bailando un rato con unos rusos que se sumaron esa noche. Babu no quería que marcháramos, y la verdad es que fue un poco triste, porque fueron dos días de lo más intensos. Por cierto, que el abuelo, que tiene 81 años, trabaja de barrendero en el pueblo que les queda más cerca. La primera mañana, entró en nuestra habitación para despedirse y decir eso, que se iba y que ya nos vería luego. ¿Adorable? Yo creo que sí.
3 anécdotas más (y termino)
Me acabo de dar cuenta de que este resumen se está haciendo interminable así que algunas pinceladas más y termino, prometido.
La primera:
Uno de los autocares que tomamos, en vez de llevarnos a la estación de Gori (nuestro destino final), nos dejó en plena autopista (la única que debe de haber en todo el país, dicho sea de paso). Era de noche, estaba todo oscuro y, por supuesto, nos vino a la cabeza eso del «¿Y ahora qué?». La historia es que, por esas cosas de la vida, justo en el mismo sitio, había un hombre con unas bolsas (de esas de deporte) y una bici y nos dijo algo así como que estaba esperando un taxi, que esperásemos. Total que, al cabo de un rato, más largo de lo que nos hubiera gustado, que daba yuyu, aparece un taxi con dos mujeres en el asiento de atrás (conocidas de él, eso nos quedaba claro) y nos metemos dentro, y entonces nos damos cuenta de que la mayor de ellas no tenía un ojo, que asustaba un poco. Total que nos miramos como recordando el «alea jacta est» (la suerte está echada) que aprendimos de los cómics de Astérix y ale, a confiar, que no quedaba otra. Y, bueno, todo bien, aunque cuando el hombre y las dos mujeres se bajaron del taxi y nos dejaron con el taxista para que nos llevara el hotel, éste no se comportó como hubiera debido, pero en fin, una excepción.
La segunda:
Al taxista «guay» lo conocimos un día esperando la maturshka para ir a una ciudad cueva, Vardzia. Se acercó y nos propuso llevarnos él, haciendo paraditas en otros sitios de interés. Y, bueno, como no insistió y se había esforzado mucho para hacerse entender, y era tope de majete, y ganábamos media hora, la que faltaba para que saliera la maturshka, decidimos que sí, que tendríamos un viaje de taxi, como si fuéramos maharajás. La decisión fue más que acertada y Artur, al que añadimos el alias de ‘Problem Niet’, porque todo le parecía bien, fue lo más de lo más. Incluso, como extra, nos llevó a una iglesia armenia (él es originario de ahÍ), que no tiene sacerdote, pero que los fieles la han convertido en un tipo de santuario con todo de estampas y cuadros.
La última:
Esta pasó el día que andamos por la carretera para disfrutar del desfiladero que une Georgia con Rusia, que es precioso. Se puede llegar hasta la frontera, donde justo hay una iglesia y un monasterio, pero ambos modernos, no como los visitados que datan entre los siglos X y XIII. La historia es que nos daba algo de pereza volver andando al pueblo, unas 3 horas, así que como no había posibilidad de volver ni en taxi ni en bus, optamos por probar el autostop. Y, bueno, sorpresa, a la primera: un sacerdote ortodoxo nos paró y nos llevó hasta ahí. Al principio, no parecía muy simpático pero al final del trayecto nos regaló una charla de lo mś interesante y futbolística: nos contó que era del Real Madrid, que Ronaldo le parecía mejor que Messi y que, creía, este año iba a empezar el ciclo Neymar. Pero lo más sorprendente es que nos preguntó por el Referéndum en Cataluña. No fue la única persona que se interesó por el tema. Más de uno nos preguntó, sobre todo rusos que nos íbamos encontrando durante el viaje.
Cata Visual (orden al azar)
Apuntes finales…
Hacía tiempo que quería hacer un viaje de mochila, como antaño, que el último había sido en 2008 y me parecía una eternidad. Bueno, lo era.
Viajar (y más de esta manera) me hace sentir viva. Pero no solo eso, sino que, cuando viajo, soy más yo, confío más en mí misma y, por si fuera poco, se me despierta una fe ciega en el Cosmos, en la vida y en que todo saldrá bien. Además, me permite refrescar idiomas, aprender nuevas palabras, impregnarme de cosas nuevas y gente dispar que luego no lo es tanto, que al fin y al cabo, todos somos humanos y todos queremos y necesitamos lo mismo.
Esta escapada no solo ha cumplido expectativas, sino que las ha superado (solo he compartido una parte, pero es que hay mucho más). Lo mejor, como dije al principio, ha sido compartirla con Ramón: nos ha pasado de todo, hemos tenido que adaptarnos y cambiar de planes mil veces, comer picoteando porque no nos daba tiempo, conformarnos con que la cámara hiciera el tonto y no enfocada del todo bien (que no lo hizo desde el primer día, sin avisar) y sobrellevar largas horas de viaje, pero las vivencias positivas han superado, con creces, cualquier imprevisto o momento más feo, que como en la vida, también los ha habido, claro, pero que no ensombrecen estas casi 4 semanas de un viaje maravilloso que forma parte de nosotros y ahora un poco de ti.
A medida que voy avanzando el escrito, voy recordando otras tantas anécdotas. Como, por ejemplo, que cuando llegamos al pueblo remoto, mientras intentaban ayudarnos a averiguar qué casa era la que hospedaba a viajantes como nosotros, nos invitaron a unirnos a la celebración de un funeral, a comer con la familia y aquellos que se habían acercado a darle el último adiós… Y, sí, estuvimos con ellos (y fue un poco surrealista).
Gracias por haberme acompañado en este memorándum. Gracias por inspirarme a hacerlo.