[NOTA PREVIA]: entre los postulados de Marie Kondo, el minimalismo imperante (que a mí me parece que tiene bastante peligro de convertirse en dogmatismo, olvidar su esencia ―e incluso en algunos casos volverse paranoico―) y la alimentación BIO SOSTENIBLE SIN GLUTEN NI LACTOSA NI GRASAS NI AZÚCAR (cuando no hay prescripción médica), quizá podríamos concluir que el consumismo (atroz) tiene los días contados y que estamos a nada de conseguir que nuestras vidas lleguen a ser totalmente simples, puras, bellas, fáciles, saludables y del todo feliz; pero no sé yo, no sé yo…
Vaya por delante que estas líneas (y sus sucesivas) son solo frutos de una divagación cualquiera, que son muy de bar (o más bien de sofá) y que están llenas de palabrejos inventados.
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Los calcetines felices de Miss Marie
Dice (la quizá un «poco» loca por el orden) Marie Kondo que hay que desprenderse de todo aquello que a uno no le haga feliz.
De primeras, puede parecer la mejor de las ideas (Pues claro que sí:, ¡adiós tristeza y recuerdos desagradables!); pero, pensándolo un poco mejor, ¿realmente podría funcionar como un criterio único para decidir desprenderse de algo? ¿Es la felicidad la mejor vara para medir nuestras vidas? Si mi yo de ayer sentía de forma distinta al de hoy, ¿no podría ser que mi yo de mañana me ofreciera una nueva forma de ver ese pasado (ahora finiquitado porque así me lo pidió Mary) en forma de lo que sea? ¿Y si resulta que luego necesito (o quiero, porque he cambiado de opinión) aquello de lo que me desprendí?
Es que me da la sensación de que Marie ni se lo plantea: para ella, todo lo que nos rodea tiene que hacernos felices y/o enamorarnos; y, de no ser así, a darle puerta, sin remordimientos.
No me malinterpretes: creo que guardar los calcetines «a lo Kondo» (técnica anterior a ella, sin negarle el mérito de publicitarla como nadie antes) mola, así como también tener los espacios en orden con objetos que irradian felicidad; pero también creo que para que una casa se convierta en hogar necesita algo más.
Eso, sin entrar que somos humanos y que nuestros sentimientos cambian.
Y quizá de ahí que, (mucho) más allá de la felicidad que nos pueda transmitir tal o cual objeto, en casa también tenemos muy en cuenta la utilidad, los porsiacas y la realidad de un pasado bien surtido de episodios de todo tipo que nunca sabemos si tendremos que rescatar, ya sea para revisarlos o para iluminarnos (sí, yo concibo que algunos objetos tienen esa capacidad).
Por otra parte, en una categoría distinta, más enfocada al amor (que no enamoramiento, que puede ser del todo efímero), sí que tenemos nuestros amores predilectos, los que siguen enamorándonos cada día (en serio que los hay), pero también hay otros tantos que siguen en nuestras vidas por cariño, simplemente porque nos recuerdan quién somos y cómo hemos llegado a estar dónde estamos.
Yo no creo que ordenar sea mágico ni que tener el mínimo de cosas posible sea siempre lo mejor. Lo que sí creo es que ordenar (incluso reordenar) puede llegar a ser una actividad meditativa; al fin y al cabo actúas casi de una manera automática y eso permite que tu mente está más abierta a soluciones, nuevas ideas e incluso a nuevas lecturas de lo que siempre fue y nunca supiste ver.
Lucha de inventarios
Desde el sofá (sí, escribo estas líneas tirada en el sofá, que es muuuuuy cómodo ―y también muy bonito―) puedo identificar 15 grandes amores y unos 10 cariños; el resto, o es útil, o es bello, o, cuanto menos, me inspira con su historia, sepa algo de ella o no.
Por ejemplo, la mesa de centro ―hecha con una grade antiguo―es heredada de la antigua propietaria― y sabemos que fue por un capricho (así nos lo contó ella, con una gracia innata), pero en la casa también hay un recipiente de cerámica centenario que, por sí solo, si le dejas, te puede llegar a contar mil historias.
La cuestión es que mi campo de visión de este preciso momento me lleva a preguntarme si La Kondo y los que se abanderan en el minimalismo (nunca entendí eso de sumarse a los ismos de turno) dirían que tenemos demasiados «enamorados», «cariños», cosas innecesarias y, encima, herencias de un pasado que no es ni tan siquiera nuestro…
Sí, creo que es probable… Pero, ¿y qué si lo hicieran? ¿Es que no podemos valorar lo heredado, ya sea de nuestros propios ancestros o de gente que un día se fue sin saber que cuidaríamos sus cosas? ¿Tenemos que vivir en la máxima sobriedad?
Es más, ¿existe un número concreto de loquesea que nos acerca a la felicidad? Y, en caso de sobrepasarlo, ¿nos convertimos, además de unos minimalistas fracasados, en unas personas miserables?
No es coña, hay gente por ahí que se dedica a determinar el número adecuado de pertenencias.
Sin ir más lejos, hay un proyecto por ahí en el que un vestidor tiene que tener 33 piezas: exactamente 33, ni una más, ni una menos, y esas cápsulas de vestuario solo se pueden cambiar cada tres meses. Descubre de que va el asunto.
Otro punto que me da un poco de grima sobre el minimalismo (que, de mano, es bienvenido) es lo mucho que se ha escrito (y se sigue escribiendo) sobre él: artículos en prensa, blogs específicos, libros, listas y cuadernos de ejercicios… Y eso sin entrar en la propagación del movimiento mediante vídeos, cursos y conferencias programadas.
¿No estamos en una contradicción? ¿No debería el minimalismo tener unos fundamentos más simples y el lema de «si breve, dos veces bueno» en la chapa de su solapa?
A ver, que yo tengo en formato papel (y subrayado, claro) el libro Essential de Joshua y Ryan (antes de que saliera el documental de Netflix), pero no entiendo cómo pueden seguir generando nuevo material. En serio, ¿hace falta? ¿Tanto hay que decir sobre la vida simple?
Yo prefiero enfocarme en encontrar ese punto en el que tengo «suficiente», sin entrar en si es mucho o poco para el otro.
Tipos de tipos e ismos de turno
Si el minimalismo fuera medio y fin (y totalmente transversal), nos encontraríamos ante una vida simple (y puede que, entonces, sublime); pero es que de verdad que no veo que esta versión S.XXI vaya por ese camino, sino todo lo contrario. Vamos, que si Epicuro y compañía levantaran la cabeza, una de dos: o les daba un patatús o firmaban «la panzada de risas» más grande de la Historia.
Es más: creo que el minimalismo, en su faceta más obsesiva, puede comportar tendencias «algo» peligrosas a las que voy a denominar con los siguientes conceptajos: el Maximalismo de vivencias y el Maximalismo de lo más mejor.
A ver si me hago entender (recuerda que es una reflexión de sofá) :
↪ El maximalismo de vivencias estaría relacionado con querer vivir el mayor número de experiencias posibles, un objetivo que se me antoja bastante quimérico teniendo en cuenta que la oferta es incesante y que las opciones, que no dejan de infinitiplicarse.
Además, no hay sector que se salve. Desde la gastronomía y la nutrición a los deportes de riesgo, el yoga, y los mil métodos de meditación; de los cursos de loqueseteocurra a terapias y talleres cada vez más estilosos; de festivales artísticos y jornadas temáticas a viajes organizados con aire macabro o un punto morboso. Tú piensa que el último grito en viajes es hacerse un tour por Chernobil, que como lugar histórico, no niego que me puede parecer interesante, pero creo que es harto distinto que se haya convertido en un destino estrella para conseguir un selfie entre sus escombros, rollo camiseta «yo estuve ahí»).
Partiendo de que (presumiblemente) el consumismo sea El diablo (que yo no digo que no lo sea, pero tampoco que sea la raíz de todos nuestros males) y las actuales tendencias inviten a soltarnos de las cosas, lo cierto es que, paradójicamente, no dejan de ofertarnos nuevas alternativas que no dejan de ser versiones que, creo, pueden llevarnos a consecuencias similares, y aunque el usar y tirar no acabe en la planta de reciclaje, o en la basura.
Acumular vivencias de todo tipo y experimentar sin parar, ¿es esa la solución al consumismo (de las cosas)? ¿Es ese realmente el sentido de la vida o más bien un tipo de estrés que, por si fuera poco, nos puede llevar a una nueva frustración existencial, por no vivir aquello que hemos determinado esencial?
Yo me atrevo a afirmar que, más que dar sentido, la sociedad de las vivencias provoca estrés: ya no por el catálogo que se actualiza a ritmo desenfrenado, sino porque la resistencia a la tentación siempre ha sido uno de los puntos flacos del ser humano: curioso, insaciable y cada vez más difícil de contentar.
↪ El maximalismo de lo más-mejor consistiría en tener poco, que eso sí que sería minimalista, pero ese poco siempre en su versión calidad premium.
Pero espera, ¿Es eso siempre posible para todos?
Pues no.
Voy a poner el ejemplo de Joshua y Ryan, que viven en pisos objetivamente minimalistas (faltaría más), pero totalmente de revista y en los que prima la supercalidad de todo lo que tienen. Y, déjate, la calidad necesita dinero. Y ellos siempre lo tuvieron (conste que no digo que no fuera merecido, que ni idea), pero lo cuento para que quede claro que tenían bastante margen para simplificar su vida (tenían casas enormes, varios coches y grandes armarios) y optar, ya no solo por minimizar espacio y pertenencias, sino hacerse con lo mejor.
En definitiva, dos tendencias maximalistas que son totalmente grandes frustradores potenciales: ya no solo porque garantiza la insatisfacción de no poder vivirlo todo (el buffet no deja de extenderse), sino porque puede invitar a pensar que estamos desperdiciando la vida, cuando lo más seguro es que no sea así, solo que podemos caer en comparaciones que no debemos y, entonces, es cuando la liamos de verdad.
De casas museos y el Sr. Lemmy Kilmister
Para mí, las casas con encanto son las que albergan vida y cuentan historias entre sus paredes, aquellas que te enamoran de algún modo.
Sin entrar mucho en si luego son de esos sitios en los que soltaría un «Oh, me quedaría a vivir aquí…», sí que normalmente son los que tienen más cachivaches, independientemente de si están impecablemente ordenados, o se encuentran dispuestos en un tipo de desorden armónico que también hipnotiza, porque yo creo que los hay, y muchos.
Mi amigo Antonio (el de la portón postista) vive en su piso estudio y tiene miles de libros (LITERAL); dibujos y cuadros por todas partes; centenares de pinceles y pinturas; montañas de papeles, y notas; fotografías y pósteres; marcos y pequeños souvenirs; y algún que otro trasto (¡si incluso tiene un bidé ―aclaro que de atrezzo ―en el salón!);. Pero, eso sí, todo en un perfecto orden: si le da por enseñarte algo, va y lo encuentra al momento, así de organizado es en su mundo lleno de cosas.
Sí, podríamos decir que Antonio está en las antípodas de ser minimalista, pero en el espacio que ha ido creando a lo largo de los años no respiro menos serenidad que en un salón zen. Y yo siempre he pensando que el minimalismo busca justamente eso, serenidad.
Un ejemplo más «famoso» sería el de Lemmy (bueno, si le conoces, claro; si no, sepas que era el cantante de la banda Motörhead) y su apartamento. Y no porque lo visitara alguna vez, que habría tenido su qué (y te lo hubiera contado), sino porque él mismo lo enseñaba en un documental que llevaba su nombre y que iba mucho más allá del cantante. (Y sí, te recomiendo que lo veas: te guste su música o no, Lemmy era un tipo interesante que sorprende y no te deja indiferente).
La historia es que vivía en un apartamento bastante minúsculo (recordemos que era una estrella del Rock, por lo que, ya de mano, sorprende y rompe estereotipos) lleno a rebosar de tooooodo lo que se te pueda ocurrir: muñequitos, jarras de cerveza, etiquetas, gorras, discos (muchos, por supuesto), libros de Historia, reproducciones de tanques de la II Guerra Mundial… Y así.
(… Y yo no puedo dejar de reír imaginándome la cara de susto de Marie Kondo entrando en el apartamento de Lemmy y él, a su vez, dándole puerta solo con verla porque representaba la antítesis de su felicidad. Lo siento, me lo imagino y río, no lo puedo evitar).
Es cierto que podríamos quedarnos con que Lemmy no dejaba de ser un artista, y que muchos artistas son acumuladores, pero es que yo creo que todos somos un poco artistas de nacimiento y que no hay mayor creación que la que encontramos desde la asociación. Y para asociar, necesitamos elementos.
De hecho, es de lógica, ¿no? Me refiero a que, a mayor número de opciones, (sin entrar en criterios ni gustos) más posibles combinaciones y un eureka por todo lo alto.
Apuntes finales
No creo que el mejor de los aciertos sea escoger la felicidad como criterio máximo para tomar una decisión, me parece simplista.
Quizás es porque, personalmente (y creo que ya lo he comentado alguna vez) es un concepto que me abruma demasiado; incluso podría afirmar que me molesta, que me pone nerviosa, que me presiona… No sé muy bien cómo explicarte. Es como tener que lidiar con un fracaso seguro, por las expectativas que conlleva, lo que me lleva a recordar los esfuerzos inútiles de Alegría y sus compis para mantener la felicidad de Riley y la propuesta de Lacuna INC para borrar los recuerdos dolorosos a Joey (oferta ficticia, pero tiempo al tiempo).
Prefiero que mis decisiones tiendan al bienestar, mucho más viable y no por ello menos deseable.
Y es que no hay que olvidar que somos seres complejos, contradictorios y con una vida repletas de sentimientos encontrados e historias, muuuuuchas historias (y todas ellas con sus propias luces y sombras).
Reconozco que mí me cuesta bastante desprenderme de lo que tengo (cosas, amistades, las relaciones entre ambas), y aunque a veces es cierto que no deja de ser una manera útil de cerrar y despedir etapas del pasado (no siempre feliz), la mayoría de las veces, no puedo, cuanto menos, sentir que de alguna manera me estoy traicionando, aunque no sea así y finalmente opte por el adiós, claro.
Supongo que me ayuda ser bastante fan del menos es más y del orden, sobre todo en la cocina y el baño; a menos trastos y mayor organización en esas estancias, mejor. En esto, soy más de Marie.
Pero luego hay rincones en casa en los que creo que debemos dejar que el espacio vaya creando su propio cosmos, que vibre desde su lógica y su libre albedrío para que luego nos regale sinfonías de recuerdos, sensaciones y momentazos; un espacio que sea totalmente «nosotros», y que lo reconozcamos como tal, pero sin mucha premeditación, sino más bien reconociéndonos como catalizadores y sabiendo que, siendo nosotros el nexo, será un espacio honesto, nuestro hogar. Aquí, como ves, soy más de Lemmy (aunque algo más moderada).
¿Sabes lo que quiero realmente en esto de las pertenencias y las experiencias? 1/ Una casa ordenada en lo operativo pero que de una manera natural hable de los que vivimos en ella, por separado y en pareja, acorde a lo que somos, sin importar mucho el inventario; y 2/ una vida de las experiencias que me vaya encontrando, sin buscarlas mucho, pero tampoco rehuyendo de ellas, preguntándome si van o no conmigo e identificando la razón que habría detrás de un hipotético sí (o un posible no) ante una oferta cualquiera.
Pero no solo eso; también quiero mantener un espíritu crítico y un filtro propio, reconocerme en el «yo pienso, yo decido, yo siento, yo loquesea…» siendo coherente con ello, independientemente de las tendencias y de lo que se supone es correcto o mejor: teniéndolo en cuenta, claro, pero no casándome con ello porque sí y tal que así.
¿Y tú? ¿Qué quieres tú? ¿Cuáles son tus preguntas? ¿Qué consideras suficiente?
Reflexions (¿confesiones?) extras
1/ En la puerta de entrada de casa tenemos un azulejo con Virgen de Covadonga y, aunque es cierto que a nosotros nunca se nos hubiera ocurrido ponerlo, ni por asomo nos planteamos desprendernos de él. ‘Felices’ directamente no nos hace, y podríamos preguntarnos si es útil, que no lo es; pero es parte de la historia de la casa y eso, a nosotros, nos invita al bienestar…
2/ Me acabo de dar cuenta de lo bien que quedaría en el salón de casa una escultura del gran Pablo; o incluso, ya que estamos, una de sus series: es que, encima, son de hierro y madera, mis materiales predilectos (con permiso de la piedra, que me fascina en casi todas sus formas). El objetivo aquí no sería otro que contemplar belleza, pero es que la belleza vibra en armonía con el alma, y tener el alma contenta significa vigor y una mayor fortaleza.
3/ Ya que ha salido ahora lo de las piedras, confieso que tengo multitud de ellas, y algunas bastante grandes, más bien rocas. ¿Capricho innecesario? ¿Necesidad vital? Me da igual, las tengo porque me molan (y porque Ramón acepta y respeta esa rareza: incluso si las voy moviendo de sitio, según me da).