Llevo bastantes meses (vale, años), dándole vueltas a la solución a todo este problema (¿reto? ¿«situación» sin más?) de vivir con mil distracciones, del «tener que estar siempre disponible» y de la productividad al cuadrado sometida la vorágine del «todo para ayer».
Tengo claro que el primer peldaño de la «escalera a la simplicidad» es marcar límites a lo que es suficiente y nivelar la vida desde ahí.
Pero hoy voy a subir algunos peldaños más y creo que me llevarían a la decisión de ir a vivir a un monasterio.
Sí, has leído bien: la solución sería mudarse a un monasterio. O, al menos, eso es lo que creo yo.
¿Acaso no fueron creados justamente para vivir en la simplicidad y centrarse en nuestra esencia?
Además, que los monasterios son bonitos y en ellos se respira serenidad. Y la serenidad es clave para el bienestar.
Yo creo que la primera vez que me vino a la cabeza lo estupendo que sería mudarme a un monasterio fue cuando fui consciente de la parte epicúrea de la vida monacal y pensé en lo mucho que debía molar y en cuán avispados habían sido ellos, los monjes, para poner en práctica (de una forma consciente o no, pero seguro que de algún modo inspirada) lo que siglos antes habían propuesto algunos filósofos como Epicuro, y edificar construcciones que permitieran justamente llevar ese tipo de vida de recogimiento, fraternidad y simplicidad.
No me digas que la idea no te atrae al menos un poco.
Y es que, dejando a un lado las creencias religiosas que un día albergaron, lo que menos importaría sería el modelo de monasterio: budista, cristiano, shaolí, hinduista… Qué más da, lo dejo a tu elección. E imagínate viviendo en él junto a una pequeña comunidad en la que las tareas fueran compartidas y donde la simplicidad, la autosuficiencia, los talleres de lo que sea, las charlas y el tiempo para el estudio (de lo que quisierais) y la contemplación fueran sus ejes principales.
¿Seguimos imaginando?
En la entrada del edificio, habría un felpudo a lo IKEA, pero adaptado a nuestra «casa», y con los géneros, que quedaría tal que así:
Y, en la misma puerta, un decálogo en el que las redes sociales y whatsapp estuvieran prohibidos.
Es más, incluso podríamos desprendernos del móvil, aunque habría la posibilidad de hacerse con un terminal cuando uno dejara el monasterio para ir, pues no sé, a comprar. Total, en un sitio así cerrado podría haber fijo y walkie talkies (¿y por qué no?).
Eso sí, en mi monasterio ideal habría wifi y, por supuesto, tiempo para el ocio, que tampoco hay que ser súper radical. Además, uno y otro tienen sus ventajas y sus beneficios, ¿no? Pues eso, que no diremos NO a un guateque, a las artes, a los debates y a la canción del verano.
Además, que hay ya muchos experimentos de este estilo por el mundo, lo que pasa es que yo, puestos a pedir, me pido un monasterio.
(Vale, me estoy pasando, pero me estoy divirtiendo lo que no está escrito).
Epicuro, que falta nos hace
Seguro que es uno de los filósofos que más te suenan y que, de una forma casi inconsciente, lo has asociado con la búsqueda del placer y de las experiencias sublimes. (Eso, si no lo has relacionado directamente con el lujo y la buena vida, que sería una apreciación exenta de culpa. Y es que con lo que se ha tergiversado al pobre Epicuro, lo fácil es caer en la mal interpretación de su filosofía, que a mí me parece tremebunda y nada descartable para recuperarla hoy mismo).
Lo cierto es que «la buena vida» y la felicidad epicúrea, aunque sí que buscan el placer y el alejamiento del dolor, no necesitan opulencia, ni tampoco banquetes ni grandes cosas. De hecho, era de lo más austero y se contentaba con pocas posesiones y una dieta simple.
Para Epicuro el placer era el sumun de la existencia y solo concebía dos clases de actos y pensamientos, los que buscaban el placer o los que evitaban el dolor.
Cuando, por tanto, decimos que el placer es fin no nos referimos a los placeres de los disolutos, sino a la ausencia de dolor en el cuerpo ni de turbación en el alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes, ni juergas con muchachos y mujeres, ni el pescado y todo cuanto puede ofrecer una suntuosa mesa, engendran una vida feliz, sino el cálculo prudente (logismós) que investiga los motivos de cada elección o rechazo, y disipe las falsas opiniones por las cuales una fuerte agitación se apodera del alma. De todas estas cosas el principio y el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia es incluso más apreciable que la filosofía; de ella nacen todas las demás virtudes porque enseña que no es posible vivir feliz sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin ser feliz. Las virtudes, en efecto, están unidas a la vida feliz y el vivir feliz es inseparable de ellas. ―Epicuro [Carta a Meneceo]
La felicidad ligada a ese placer que genera vida tranquila y sosegada, sin ansiedades y en la que la armonía entre cuerpo y alma es total.
Su filosofía distinguía él 3 clases de placeres:
1) los naturales y necesarios (un lugar donde dormir, comida para alimentarte, agua para calmar la sed),
2) los naturales (comer mejor, vestir de forma más elegante, cosas así),y 3) los placeres no naturales e innecesarios (banquetes, honores, riqueza, fama…).
La consigna de Epicuro era centrarse en los primeros, moderar los segundos y despreciar los terceros.
(Y no, el nuevo iphone de turno y los «me gustas» en una publicación de Facebook no son del primer grupo. De hecho, como bien habrás adivinado, forman parte del tercero y son totalmente innecesarios).
De algún modo, podríamos afirmar que Epicuro era minimalista y que apostaba por la simplicidad en su vida, algo que le proporcionaba la tranquilidad que buscaba para vivir en plenitud.
¿Y no es algo que buscamos todos, vivir plenamente?
Si quieres ser rico pues no te afanes en aumentar tus bienes sino en disminuir tu codicia. ―Epicuro.
Anota dos palabras de esas fantásticas, y no para creernos más cultos, sino porque quizás te apetezca recordarlas a la hora de tomar decisiones: aponia y ataraxia. La primera se refiere a la ausencia del dolor; la segunda, a la supresión de los deseos.
Epicuro fundó su escuela filosófica a las afueras de Atenas y la llamó El jardín, que luego fue de gran inspiración para la vida monástica.
El jardín de Epicuro
Imagínate la propuesta como si fuera un anuncio en un portal online de oportunidades: «Se busca gente para compartir casa con huerto en las afueras de Atenas. Requisitos: querer vivir en comunidad, compartir la responsabilidad en las tareas domésticas y amar la filosofía, el placer en las pequeñas cosas, la naturaleza y, sobre todo, la alegría de vivir. Para más información contactar con Epicuro. Parakaló (o como se dijera en ese momento)».
Pues eso es lo que ideó y llevó a la práctica allá en sus tiempos. 300 años de que naciera Jesús de Nazaret donde la filosofía de la felicidad dejaba de ser teoría y se vivía desde la moderación y la ausencia del dolor, en un tipo de micromundo aparte y ajeno a la metrópolis del momento, con sus problemas, burocracias y abusos de toda índole por parte de los que ostentaban el poder.
Así, cuando decimos que el placer es fin, no hablamos de los placeres del los corruptos y de los que se encuentran en el goce, como piensan algunos que no nos conocen y no piensan igual , o nos interpretan mal, sino de no sufrir en el cuerpo ni ser perturbados en el alma.
De todos modos, lo de la vida fraternal no es un invento de Epicuro. Pitágoras, por ejemplo, ya vivía en comunidad enfocando su vida al cultivo de su alma y en su intento de hablar a su parte irracional desde símbolos, máximas, música y mantras.
Monasterios y vida monacal
Durante siglos, e independientemente de la fe que profesaran (de eso a un lado, con sus posibles prejuicios) monjes y monjas construyeron espacios donde vivir en los que belleza y austeridad se daban la mano (al menos en sus inicios). Y si has visitado alguno conocerás esa sensación minimalista que te invita a centrarte en el momento y en lo importante, porque todo es tan bonito y simétrico, que te centra y evita cualquier distracción.
La vida en los monasterios es una vida comunitaria en la que todos trabajan para todos, compartiendo tareas y reglas. Lo principal es la meditación, la oración (si hay alguna divinidad adorada) y la contemplación.
Cada monacato tiene sus propias reglas por lo que, llegado el caso, habría que poner una serie de normas de convivencia que cuadraran a todos los que nos hubiéramos juntado y, a partir de ahí, pues a vivir en comunidad compartiendo charlas y tareas pero también con grandes espacios para la reflexión.
(No he olvidado el tema del dinero, pero en ese mundo ideal que imagino se necesita poco).
Apuntes finales
Como ya hemos visto, en el jardín de Epicuro había espacio para el libre pensamiento, para la amistad y se cultivaban los valores para una mente y un cuerpo sano y su objetivo no era otro que centrarse en la alegría de vivir.
Los placeres de Epicuro se basaban en la moderación y en el cultivo del espíritu. Y quizá en esa moderación esté la clave de ese bienestar («felicidad» me suena demasiado lejos) que tanto buscamos.
Es más, puede que incluso lo del monasterio sea prescindible y solo necesitemos una readaptación a nuestra realidad, la que sea. Lo que me recuerda a Nello y su decisión deliberada a ser feliz, a Petit Pierre creando su propio mundo, a Gerard y Xuacu en su ascensión al Pico Naranjo, a Kayden bajo la lluvia, o más relacionados con la ficción, a los niños de Ping Pong mongol o incluso a la madre postiza de Ricky Baker cuando le canta el «cumpleaños feliz».
Termino aquí deseándote toneladas de equilibrio y simplicidad. (Y, bueno, si sabes de algún monasterio que regalen por ahí, escríbeme, que te estaré eternamente agradecida no, lo siguiente).